Huella viva de la inmigración haitiana en Santiago de Cuba
Texto y Fotos: Miguel Rubiera Jústiz
Para 1915, Haití estaba poblado con algo más de tres millones de habitantes. Un suelo extremadamente empobrecido, herencia de una intensa explotación cafetalera y azucarera, provocan que la deforestación se extienda peligrosamente por esa porción de La Española.
El efecto de las fuertes lluvias en ese país eminentemente montañoso lavaba la capa vegetal, arrastrando de las laderas de las montañas las láminas de suelo por la falta de la vegetación, provocando que cada día fuera menos la tierra productiva para alimentar a la creciente población.
El carácter fraudulento de los políticos de esa época, provocó que sólo desde 1912 a 1915 se sucedieran en el poder seis presidentes. Y que una muchedumbre enfurecida ajusticiara al mandatario de turno Vilbrum Guillaume Sam, acción aprovechada por el gobierno de Estados Unidos para ocupar ese territorio.
Asediados por la malnutrición, la desnudez y las enfermedades, la población de Haití se encuentra desde hace muchos años al final de la lista de las naciones subdesarrolladas. Como secuela del progresivo empobrecimiento provocado por el saqueo de sus recursos naturales, una enorme miseria se enseñorea desde los tiempos remotos de la esclavitud, sobre los pobladores del pequeño país caribeño, quienes ven en la emigración la solución de sus problemas que los aquejan.
un joven lleva una semilla
Por esta época, Eledot Kadeis Dasik un adolescente de sólo 14 años, sometido a esas y demás penurias, viaja descalzo desde la costa norte haitiana hasta la costa sur con un solo objetivo: tomar una embarcación para llegar hasta la Isla de Cuba. Lugar al que partieron dos hermanos mayores, y del que dicen que el dinero se recoge en el suelo. Trae como equipaje su afán de riqueza…, y sus tradiciones.
Formando parte de una columna de trabajadores, zarparon en frágiles embarcaciones al entrar la noche para desembarcar después de varias horas de navegación en el puerto de Santiago de Cuba. El Cónsul de su país acreditado en esa ciudad, dedicado además a la explotación de los inmigrantes procedentes de Haití, les dio la bienvenida.
Concentrados todos en improvisados barracones, cercanos a la localidad de Palma Soriano, tienen que esperar ser ubicados. En pocos días Eledot comienza a trabajar en una finca cercana a la Mina de Bueycito, lugar en que adopta el alias de Emiliano Rivero Mecías, apellidos del terrateniente dueño de la comarca, con plantaciones cañeras, cafetaleras y ganaderas.
A los dos años de su arribo a Cuba, logra juntarse con sus dos hermanos Basilio y Florencio en la finca Los Chinos, en Monte Alto termino municipal de San Luís, de la actual provincia de Santiago de Cuba.
En una ceremonia vudú, a la edad de 55 años, Emiliano conoce a Dios Gracia Ge García, una campesina cubana muy bella, amante de la religión de los haitianos. De esta relación nació su primera hija, Felicia Rivero Ge, entronizada con la religión vudú a los tres días de nacida.
Sobre una mesa oculta dentro del monte, en un ritual puramente haitiano, en el que solo participaron el padre de la niña con los dos hermanos, quedó allí plantada la semilla del vudú en esa familia cubana. Así lo relata la madre, que cuenta hoy con 87 años.
la semilla brota
Ogún llegó a mí por primera vez a los 20 años, -dice orgullosa Felicia-, no me sorprendió porque lo esperaba. Mi padre me lo había pronosticado desde que comencé a tener uso de la razón.
Además, ese fue el encargo que le habían dejado mis tíos a mi papá, que murió aquí en Cuba a la edad de 100 años y cuatro meses; pues ellos tuvieron la suerte de regresar a su patria, gracias a un dinero que se ganaron en la lotería.
Una sensación muy extraña se apoderaba de mi mente, me hacía sentir un fuerte malestar que me parecía morir. Me ocurrió por primera vez en el poblado de Cueto, en una comida de santo, organizada por paisanos de mi padre y los descendientes, que como yo, se sienten cubanos.
Al llegar el santo, se ‘monta’. – Felicia se ríe a carcajadas, y con voz suave continua: Me lleva a millón y porcentaje; porque me convierte en su caballo. En ese momento dejo de ser yo.
A través de mí, hablan, dan a conocer sus misterios, órdenes, explican sus cosas, aconsejan, premian o castigan. En otras oportunidades dicen las cosas con señas. Me hacen tomar alcohol, fumar tabaco, en fin, me utilizan. Yo, no soy Felicia.
Dentro de unos días, debo llevar una ofrenda al lugar donde mi difunto padre, en unión de mis tíos me presentaron ante los santos, donde se mantiene viva aquella acción que ellos iniciaron.
ogún responde
En un estado de trance, al preguntarle a Felicia Rivero cual es el libro que los haitianos y sus descendientes leen para practicar el vudú, respondió: “En primer lugar el que te habla no es Felicia, no, es Ogún”. El que con mucha fuerza afirmó:
“El libro de los santos haitianos no se puede leer, porque está escrito en las hojas de los árboles. Cuando estas se maduran caen y se pudren; tierra vuelve a ser. Nadie puede aprender de ellas, a excepción de las personas elegidas por los santos; a los que les transfieren algunos poderes. Sólo ellos, - los santos -, son los que pueden leer en ese libro.
“Como verás, en cada hoja; en cada rama; en cada árbol se aposentan los Loas, que desde lo alto, al igual que la serpiente desciende cuando se le invoca con los cantos, tambores, bailes y ofrendas en su lugar predilecto: el monte.
“En el monte reina la quietud, se desarrolla armoniosamente la paz, y sin que te des cuenta, miles de ojos te miran, unos con ingenuidad, otros te acechan cargados con mucha maldad. Toda la brujería sale del monte, combinando sus hojas y tallos, las resinas, sus cortezas, sus raíces, las flores y las alimañas que habitan en él”.
el vudú
La religión de los haitianos es el vudú, una mezcla o transculturación de las religiones cristianas y los ritos ancestrales de los negros, que atravesaron los mares cargados de sus aquelarres y su magia desde la lejana África. Estos ritos mágicos religiosos sirvieron de escape para las desventuras vividas en los días negros de la esclavitud.
El repiquetear del tambor, el sonido brillante del azadón empleado como campana; la voz grave del bambú imitando la trompeta, logran introducir en los cuerpos de sus practicantes un hechizo acompañado de un sentido rítmico muy rico que da lugar al bembé.
Acompasado por esa música polirrítmica, sus voces se alzan. Vuelan al aire sus cantos. Sus cuerpos se contorsionan; sus ojos fulguran; fluye la magia; ese es el vudú. Un encanto pródigo de la naturaleza concedida a los negros haitianos y sus descendientes que culturalmente los identifica.
Es en ese momento de éxtasis, en que su cuerpo es poseído, y se le ‘montan’ de una manera mágica, las deidades que reinan en el vudú. Aposentando dentro de él una serpiente divina, la que desciende del árbol que domina. Lugar dónde se encuentra el trono, en que los Loas alimentan sus poderes.
A partir de ese instante, el cuerpo del poseído transmite de forma verbal o a través de la mímica el poder insospechado de los santos, o las revelaciones de los muertos.
Resultan extraordinariamente sorprendentes las descripciones precisas formuladas por estas personas, las que son calificadas indistintamente de divinas o diabólicas, bendecidas y aplaudidas por unos; despreciadas y repudiadas por otros.
Lo cierto, es que, el vudú alimenta nuestro acervo cultural, porque inevitablemente es parte inseparable del quehacer folklórico del Caribe.